Cuando queda menos de un mes para la publicación de mi nuevo libro sobre el cerebro y la mente la expectación de su acogida es una constante que marca el ritmo de las horas como si fuera el comienzo de algo nuevo.
Para todos los escribidores, como decía Vargas LLosa, el encuentro con los lectores es la finalización de un proceso donde las palabras buscan ser leídas como se busca la luz después de un crudo invierno. Quema el eco de las ideas, se retuerce la longitud de las líneas y los pensamientos parece que marcan en sus páginas la impronta de cada respiración. Lo curioso es que en esta espera es cuando nacen las mejores iniciativas para abordar nuevos proyectos editoriales, cuando la necesidad de escribir se manifiesta con mayor intensidad.
Debe ser porque la adicción a las letras, a enfrentarse a un papel en blanco y vencer su vacío se incrementa con la posibilidad de llenar otros vacíos ajenos como si la insaciable voracidad de lo que queda por escribir se manifestara con el peso de la realidad, de cada imagen y de cada duda.
Por eso entre la danza de las palabras, la música de sus acentos y la composición de nuevas partituras queda poco tiempo para hacer otra cosa que no sea escribir.