jueves, 11 de noviembre de 2010

Inauguración del Curso Académico en Toledo con la Cofradía Internacional de Investigadores Santo Cristo de la Oliva



Fue para mí un honor y un privilegio pronunciar la conferencia de inauguración con la conferencia: “La mente, la capacidad de creer para conocer” que os incluyo a continuación por la gran cantidad de demandas que he recibido con este fin.
Me produce gran satisfacción defender en este foro (donde concurrieron eminencias internacionales de todas las ramas del saber) un tema tan apasionante como el que se suscita en el paradigma de la dicotomía entre fe y razón.

El respaldo unánime de la comunidad científica me ha hecho ver la necesidad de profundizar en la trascendencia del hombre como sujeto consciente de su propia historia y estoy ya preparando una nueva intervención donde como apunta mi amigo el doctor Ángel Sánchez de la Torre catedrático emérito de la UCM y miembro de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación es preciso trabajar en el área de lo objetivo y lo subjetivo como fórmulas de conferir significado a la vida.


PONENCIA COMPLETA
LA MENTE, LA CAPACIDAD DE CREER PARA CONOCER
Por Marta Eugenia Rodríguez de la Torre

-¿Por qué no se puede conocer todo?
-Porque entonces no tendríamos ninguna razón para vivir. Vivir es aprender cada día. Si no estamos constantemente aprendiendo no podemos aplicar lo que aprendemos a nuestra trayectoria vital y entonces no hay mejora. El ser humano tiene que ser finito, no infinito, imperfecto, no perfecto.
La Revista. Diario de León 10 de octubre de 2010
La mente
El ser humano es el único entre los seres vivos que cuenta con una mente porque es el único que, con la apreciación que realiza de la realidad, le puede conferir un contenido, atribuirle un valor, realizar un juicio, construir o validar una opinión o sentir el impacto de una emoción. Como decía Wittgenstein, de la capacidad que tenemos de vincularnos con otros nace la capacidad de representar una realidad o de realizar procesos mentales. Por tanto, en la construcción de los procesos mentales interviene no sólo la capacidad de un hombre en un momento concreto de conferir a la realidad un valor y atribuirle unas propiedades, sino también en la arquitectura sináptica de ese momento interviene con una fehaciencia de certeza su memoria experiencial, la carga de conocimiento de la especie que le participa, los aprendizajes adquiridos, recordados y olvidados y las emociones que han construido sus querencias, apuntalado sus miedos y edificado sus desafectos.
Seríamos seres sin alma, sin conciencia de la propia trascendencia, sin visión de futuro, sin características definitorias de nuestra propia naturaleza si no contáramos con la mente, puesto que esta capacidad volitiva del cerebro humano para interpretar la realidad es la que le permite conocer cuáles son los límites entre lo accesible y lo inaccesible, entre lo posible y lo imposible, entre lo digno y lo indigno. La mente es lúcida cuando discierne la frontera de lo que le compete, cuando conoce los límites de sus juicios, la caducidad de sus premisas, la necesidad de encontrar quien cierre los interrogantes que la propia naturaleza no puede concluir.
La mente trabaja con las funciones intelectivas y emotivas que le proporciona el cerebro, pero trasciende a su propia conformación porque su función va más allá de garantizar la supervivencia del ser humano y se asienta en conferirle un valor único que sirva de referente para el progreso del conocimiento, para el avance de la sociedad, para la evolución y el recambio generacional. Las inteligencias son las herramientas mediante las que la mente elabora sus productos y crea los pensamientos, las emociones son los útiles a través de los que la mente confecciona los sentimientos y elabora afectos y desafectos. Las habilidades son aquellas funciones de la mente en las que ésta muestra una mayor pericia en la realización de su trabajo, los talentos son aquellas disposiciones extraordinarias que nos sirven para enfrentarnos con mayor singularidad a los problemas de interpretación de la realidad o atisbar mayor cantidad de indicativos de su existencia.
La mente necesita del cuerpo para realizar funciones que se asientan en la transmisión de energía bioquímica entre distintos terminales sinápticos, precisa de una configuración biológica óptima que garantice no sólo su puesta en funcionamiento, sino también sus reacciones frente al envejecimiento, las enfermedades o las lesiones. Pero la mente necesita de un alma que garantice el porqué de su funcionamiento, la continuidad de su proyecto, la dirección a la que conducen los procesos que realiza. Dentro de la sanidad de la mente no sólo es imprescindible la sanidad del cuerpo, sino también la sanidad del alma.
El alma ha sido entendida por teólogos y filósofos como la capacidad del ser humano de trascender su propia naturaleza en la búsqueda de otra que dé significado, que complete las imperfecciones de su juicio, que subsane sus errores, que llene sus lagunas y resuelva las incógnitas que se ciernen sobre las dos premisas fundamentales de su funcionamiento y que no son otras que averiguar el significado de la vida y de la muerte o, mejor dicho, de la aplicación de estos dos momentos a cada uno de los seres humanos que se han actualizado en un tiempo y en un espacio.
El alma no es otra cosa que la naturaleza específica de cada mente cuando aparecen los conceptos de su propia naturaleza que la enfrentan a sus limitaciones, a sus miedos, a sus incapacidades, a sus subterfugios y a sus imperfecciones. La clave del tiempo es la velocidad y el espacio. La clave de la mente es el alma y la trascendencia. Cuanto más espacio recorremos por unidad de tiempo, mayor es la velocidad que desarrollamos. De la misma manera, cuando la mente se enfrenta a la pregunta de la trascendencia y toma conciencia de su propia fragilidad es cuando descubre el alma como componente ideológico que le presenta el problema de su propia naturaleza, la caducidad de los productos que realiza, la trayectoria de desactivación que conduce inevitablemente a la muerte.
Unamuno, cuando mártir busca un San Manuel que le salve del trauma de haber nacido, cierra el círculo teológico de la fe al conferir a la duda la capacidad de ser elaborada por un intelecto que la discute en una igualdad de condiciones que sólo el tiempo puede desequilibrar, que sólo la misericordia más allá del paradigma galdosiano puede trascender. Es entonces cuando la mente y el alma se miran al espejo y saben que se necesitan para que el ser humano busque su propio camino, ese que sólo toma sentido en la investigación científica de mejoras para el ser humano, en la búsqueda de condiciones de vida que amparen su dignidad, en la capacidad de mejorar y, por tanto, de repercutir ese progreso en la creación de sistemas que propicien mayores cotas de bienestar, de conocimiento y de calidad de vida.
La mente busca el conocimiento como forma de completar la realidad que intuye y, de esta manera, dar respuesta a las necesidades que le plantea el cuerpo. El alma busca la trascendencia para comprender lo que las razones no entienden, para vencer la singularidad del tiempo en una inmortalidad de espacios, para compendiar las velocidades que no pueden ser recorridas y las intensidades que no pueden ser alcanzadas. El alma busca desde su naturaleza tomista la trascendencia para salvar al ser humano de su propia caducidad, de sus imperfecciones y de las dudas.
El conocimiento
Conocer no es saber. Se sabe aquello que es aprendido por una función mental. De esta manera, se sabe una noticia, un dato, una materia. Conocer es la capacidad de dominar y ahondar en una perspectiva más profunda de una materia, en su equipaje los datos no tienen importancia si no son cotejados, medidos, comparados, valorados, etiquetados según los rasgos que comportan y las opiniones que suscitan. Y, sobre todo, conocer es enfrentarse a cada duda con otra que ampare una búsqueda de mayor calado donde no siempre hay respuestas, donde no siempre se puede llegar a conclusiones, donde a veces es preciso ser consciente de las propias limitaciones, reconocer errores, asumir la evolución de los tiempos y las necesidades distintas que se presentan en cada uno de ellos.
Conocer es un camino donde, en términos de Sócrates, hay que afirmar que nunca se sabe nada porque siempre queda algo por aprender, algo que todo lo cambia, que confiere nuevos sentidos a la vida, que la dota de significados más profundos, que proporciona la conveniencia de un esfuerzo mayor, de una dedicación, cuanto menos, más constante, de una vocación de trabajo más acendrada. Porque nunca se sabe nada nuevo, pero se conocen más apuntes de la realidad, y lo que es más importante, con el aprendizaje y la experiencia de nuestra propia realidad.
Cuando el ser humano se dirige a las actividades intelectivas que suponen el aprendizaje lo primero que tiene que asumir es que no puede conocerlo todo ni en un momento determinado ni a lo largo del tiempo porque su naturaleza caduca se lo impide. Todos ansiamos morder la manzana, el fruto prohibido, como si ese logro comportara todas las aspiraciones a las que podemos tender, todos los obstáculos que hay que vencer, todas las preguntas que pueden ser planteadas. Pero pocos nos damos cuenta de que el quid de la cuestión no está en alcanzar esa manzana porque nunca podremos llegar a ella, sino delimitar su situación, sus características para que todos encontremos una pregunta ante el problema de saber cuál es la causa de esta limitación.
El ser humano es limitado porque nace y muere, y todo lo que tiene un principio y un fin no puede abarcar algo que no tiene principio ni fin, como es el conocimiento o el conjunto de datos que madurados bajo todas las perspectivas conforman no sólo la interpretación de una realidad, sino también de todas las realidades cuya posibilidad de existencia son susceptibles de actualizarse en un tiempo y en un espacio. El ser humano nace para conocer porque, de lo contrario, desarrollar esta vocación involuciona su trayectoria, no responde a las exigencias de su naturaleza, experimenta un retroceso en su trascendencia y se pierde en la búsqueda de su propia identidad.
Es decir, la razón del nacimiento de cada uno de los seres humanos, que en un momento determinado aparecen en la historia de unos progenitores dentro de las coordenadas de un tiempo y un espacio, no es otra que completar un conocimiento, dar respuesta a una pregunta, entender un poco mejor la necesidad que tiene la realidad de ser completada por cada una de las interpretaciones que atisban algunos de sus perfiles, dan respuesta a algunas de sus interrogantes o completan las características que son precisas en un momento determinado para una mayor evolución. De la misma manera, cada uno de los seres humanos muere en el momento en que completa un ciclo de conocimiento y proporciona a otras personas los elementos necesarios para avanzar en la búsqueda de preguntas y respuestas.
Por tanto, la vida y la muerte son una cuestión de conocimiento donde el ser humano se enfrenta a su propia naturaleza no sólo mediante una mente que le permite saber, sino también mediante un alma que le permite conocer. De esta manera, el conocimiento se consolida cuando en su vocación de futuro la mente es trascendida por un alma que enseña que la muerte sólo es el comienzo de otro ciclo evolutivo en la búsqueda para completar todas las caras que presenta la realidad.
Dios
La naturaleza divina se diferencia de la humana en dos características fundamentales que afectan a su arquitectura formal y material: la caducidad y el conocimiento. El hombre no puede ser Dios porque es finito y Dios es infinito, el ser humano no puede ser Dios porque por muchos datos que sepa y maneja nunca puede conocer la realidad completa en cada uno de los tiempos y espacios que son recorridos por su propia velocidad. La capacidad de unificarse un tiempo y un espacio para una misma velocidad es lo que es Dios, es decir la realidad cuando se encuentra en el conocimiento trasciende su propia naturaleza, completa las ideas que la conforman y alcanza sus plenitud, por eso logra aquello a lo que el hombre no llega ni por sus ideas ni por su naturaleza.
Pero Dios vive en el corazón de cada hombre, en la capacidad de mejorar, de aprender, de reconocer errores, de vencer su egoísmo o aspiraciones de naturaleza caduca y de progresar. Dios es uno y todos y cada uno de los unos que son perpetuados en la búsqueda del conocimiento de cada uno de los seres humanos. Por tanto, el ser humano, que no es Dios, puede aspirar a conocerle en la medida que lo reconoce, es decir, que asume su caducidad, sus limitaciones, los rasgos de su proceso vital, la necesidad de conocer.
EL hombre conoce a Dios en la medida que es referente de su propia búsqueda, con la capacidad limitada que le proporciona su mente, con la vocación de trascendencia que le confiere su alma. El hombre conoce al Dios que le ha otorgado su propia naturaleza con el convencimiento de que este conocimiento incompleto es completado más allá de lo que puede entender en la naturaleza de un Dios infinito que trasciende la propia realidad porque Él mismo la ha creado.
Luego, la existencia de Dios para el hombre se ve mediatizada por la capacidad que el hombre tiene para conocer y por los productos que su mente genera. Porque el hombre que no puede conocer no puede llegar a comprender la naturaleza de Dios ni su propia naturaleza, ni las características de una y otra y, por tanto, no puede completar su círculo evolutivo. En este conocimiento los productos del saber no son tan importantes como la reflexión que se realiza para dotar de un significado y una trascendencia a cada uno de los conocimientos que es aplicado a una realidad determinada.
Dios es una respuesta de cada conocimiento y una pregunta de cada duda mientras que el hombre es una respuesta a cada duda y una pregunta para cada conocimiento, y esta es la última razón por la que el hombre necesita la búsqueda de un Dios que previamente le ha elegido para conocer algunos de los aspectos de la realidad, para compartirlos con los demás seres humanos y para progresar. Dios es también un producto de nuestra mente mediante el que se acerca a la realidad a través de un conocimiento que no puede abarcar, de una sabiduría que no puede alcanzar, de una trascendencia que no es posible lograr.
El diálogo entre el hombre y Dios en la equivalencia de la anterior ecuación conduce al siguiente planteamiento: la existencia de Dios se justifica como certeza en la existencia de un conocimiento que no puede ser abarcado por el hombre de la misma manera que la existencia de cada duda se justifica en la presencia de cada ser humano que tiene que completar un ciclo evolutivo para acercarse a una realidad más completa. Los hombres piensan a Dios mientras son creados por Éste. Dios crea al hombre con la capacidad limitada de conocer para que pueda reconocer la naturaleza divina en cada uno de los seres vivos que son creados y para que pueda incrementar la connotación de trascendencia en cada uno de los hombres que son nacidos.
Mente y creencia
La mente está destinada a articular un conocimiento con el propósito de conseguir que el ser humano justifique la razón de su nacencia y, por tanto, muera. La mente no está destinada a creer, sino a aceptar como válidos aquellos conceptos que trascienden a su propia naturaleza y que responden a las dudas que la razón no ampara, que la naturaleza humana no resuelve, que el saber no atiende.
La mente que conoce edifica la posibilidad de una creencia cuando la realidad es vencida por sus propias limitaciones, cuando la esperanza es lo único que queda para atisbar una mejora, para enfrentarse a lo imposible, para vencer las condiciones de una naturaleza caduca, para confortar en las adversidades y aunar esfuerzos ante las desgracias.
En los procesos intelectivos del cerebro es donde nace la creencia como un producto caduco de una actividad intelectiva. El hombre duda, se vanagloria de lo que conoce, rechaza lo que ignora y cuestiona lo que se halla en los límites de la razón. El hombre está destinado por su arquitectura cerebral a desarrollar procesos mentales con los que construir una línea de conocimiento e interpretar una realidad, pero sólo aquel que se conoce a sí mismo, que interpreta de manera cierta los conceptos que se ciernen sobre su propia naturaleza y los conceptos de vida y muerte es capaz de admitir una creencia que en ningún caso puede ser razonada, porque no se encuentra dentro de los límites ni de su propia naturaleza, ni tan siquiera de los productos que confecciona su capacidad mental.
Cuando la mente ejecuta un proceso intelectivo usa las inteligencias como soporte de actuación del pensamiento. De esta manera, podemos decir que el ser humano está vivo porque es capaz de pensar, y pensar, siguiendo a Descartes, no es otra cosa que actualizar una idea en un momento y en una ubicación. Es decir, la existencia es función del pensamiento mientras que la creencia o dotación de contenido trascendente a la existencia es función de la vida.
En consecuencia, el hombre como sujeto pensante es cognoscente de la parte de la realidad que le compete, mientras que el ser humano como sujeto creyente mantiene una vocación de futuro de su propia naturaleza, por tanto, trasciende al tiempo y al espacio donde se encuentra su esencia, desborda el paradigma de su tiempo y se acerca al Dios que le participa no sólo el conocimiento que posee, sino también la fe que detenta. Porque la fe no es la función intelectual de la mente que piensa el Dios, sino la trayectoria vital del alma que trasciende a lo creado, a lo posible, a lo que se actualiza en cada conocimiento.
Es decir, el Dios creado por la mente pertenece a la naturaleza que la trasciende en la misma manera que la consciencia de la realidad que nos supera desborda la identidad del yo que conoce, de aquel que se enfrenta a sus limitaciones, que conecta con las que son propias de su memoria experiencial y con las de los grupos sociales a los que pertenece. Así el Dios idea se identifica con el Dios realidad, se adueña del tiempo y colma cada uno de los espacios donde es posible ubicar una posibilidad, aceptar una evolución, experimentar una modificación material o una transformación de fuerzas.
Cuando la mente es desbordada por la creencia se produce el momento exacto en que el conocimiento identifica la realidad más completa a la que puede acceder, es entonces cuando el hombre se enfrenta al misterio de su propia naturaleza con el convencimiento de que necesita conocer para creer y de que nada de lo que es creído tiene validez ontológica si no es a través del perfil del conocimiento o, mejor dicho, de lo que éste en virtud de su propia naturaleza no puede trascender.
En el momento que un proceso de conocimiento llega al umbral de intensidad de la duda cabe preguntarse cuál es la esperanza que desencadena una verdad, y la verdad absoluta más allá de cualquier paradigma donde la certidumbre es cuestionada es aquella donde se plantea la fe como trascendencia de lo posible, como esperanza de lo imposible y cómo camino de lo probable.
Dicen que las matemáticas computan el universo, pero la lógica de sus funciones se repite dentro del álgebra de las incógnitas en el campo de las fractales donde cada dimensión es participada por unidades que la descomponen y que explican cada una de las posibilidades de sus trayectorias en vectores que abarcan distintos espacios, diferentes medidas y proporciones. En la matemática del universo la unidad es Dios, la medida la mente y cada una de las fractales está compuesta de un vector de pensamiento y de una trayectoria de creencia.
La mente, la capacidad de creer para conocer
Aunque el título de este epígrafe y, por tanto, de la ponencia, merced a las premisas anteriormente expuestas pueda parecer erróneo y con términos que inducen a equívocos, su evidencia se basa en que, si bien es cierto que la mente conoce y el alma cree, la mente y el alma son parte indisoluble de un ser humano quien para creer necesita estar vivo, ser consciente de su esencia o naturaleza y de su existencia o posibilidad de ser actualizado en un espacio y tiempo determinado sobre el que construir un ciclo evolutivo en consonancia con los demás seres humanos y con las leyes del universo donde se encuentra inserto.
Por tanto, la mente que conoce necesita saber qué es a lo que puede llegar y qué le está vedado al entendimiento, porque sólo conociendo el destino se puede avanzar, aunque sean distintos los caminos por los que se puede llegar. De esta manera, existen incontables líneas de pensamiento fruto de la razón, producto de las inteligencias y ejercicio de las habilidades y capacidades mediante las que las decisiones propician un crecimiento vital. Pero existe una sola fe que posibilita trascender a cada conocimiento, aunque esa creencia tenga distintos nombres y todos y cada uno de ellos sean patrimonio del hombre que conoce cómo éste es recipiente de todos los amaneceres que vive, de todos los recuerdos que tiene, de todos los momentos que ocupan su equipaje vital.
Un hombre sin recuerdos es un hombre muerto, un hombre sin fe es un hombre que no ha vivido en ningún tiempo, porque la única vivencia que une al hombre con un espacio y tiempo es aquella que le permite ser trascendido por lo que no alcanza, ser invadido por lo que no ve, ser consciente de lo que siente. Cuando el hombre se sabe incapaz de despejar una duda se siente capaz de entender el significado de la vida y en ese momento la creencia le permite conocer la razón de su nacimiento.
La mente entonces, que no puede creer y sólo razonar, puede llegar a amparar la creencia en el paradigma de su propia naturaleza, es, por tanto, dueña de su tiempo y señora de su conocimiento. Entonces, la ecuación de la duda se ve despejada por los valores que se le otorgan al conocimiento y el saber es la medida de lo que se alcanza, de lo eterno y de lo perecedero, del contenido y el continente, de la fuerza y la materia.
Cada hombre es una envoltura de materias ocupada por distintas densidades de los cinco estados en los que se presenta unida por una transmisión de fuerzas de donde nace una energía bioquímica que conecta un cuerpo a un alma, un cerebro a unas funciones, una mente a unas realidades. Pero cuerpo y alma también se encuentran conectados a funciones y realidades por el cordón umbilical del conocimiento y por la correa de transmisión de las creencias.
Con estos engranajes es posible admitir que la posibilidad de ser trasciende a la posibilidad de existir y, a su vez, son trascendidas por la capacidad de conocer y, más aún, de conocerse a uno mismo para ser capaz de creer. Porque al final del conocimiento cada dios que habita en el corazón del hombre sólo puede ser reconocido por su inteligencia, conocido por su creencia y actualizado por su esencia.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Marta,

Me gustaría agradecerte que hayas compartido tu ponencia(admito que debí leerla tres veces...)con aquellos que seguimos desde hace tiempo tu vocación educativa.

Compartiré tus ideas plasmadas en esta comunicación con amigos interesados en este particular.

Gracias mil,

Mina