Llueve desaforadamente en Madrid y así lo lleva haciendo de manera discontinua durante las dos últimas semanas. Me comenta la cuidadora de uno de mis alumnos que en Rumania se las riadas producidas por las inclemencias meteorológicas han arrasado los cultivos y que no saben qué van a comer porque no habrá cosechas este año, además con el brutal incremento del precio del barril del petróleo no pueden realizar importaciones.
A a este horizonte de hambruna se enfrenta todo el centro y el este de Europa. En España ya no queda sana ni una manzana ni pera de producción nacional. Casi ni hemos tenido invierno y ahora vivimos un extraño otoño. De poco nos vale la tecnología punta y las exploraciones a Marte si no cuidamos nuestro planeta y preservamos las condiciones más elementales de su subsistencia, que es la herencia que vamos a dejar a nuestros hijos y el futuro inmediato que nos aguarda.
Me pongo manos a la obra para diseñar y proponer a la universidad un curso donde se estudien los efectos del calentamiento global, se analicen estos extraños vaivenes climatológicos y se creen ingenios para preservar la naturaleza. Porque después del terremoto de China este nuevo aldabonazo sobre nuestras cabezas si no nos hace entrar en razón y buscar ciencias y conciencias constructivas nos plantea la pregunta de en qué mundo queremos vivir.
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